La voz en el desierto


Los romanos tenían la costumbre que cuando un general entraba triunfalmente en Roma tras alguna conquista, lo hacía acompañado de un esclavo que sujetaba la corona de laurel sobre su cabeza mientras susurraba al oído: “Memento mori”. Lo que viene a decir: “Recuerda que eres mortal” o “Recuerda que vas a morir”. Lo hacían por la facilidad con que las personas al ser reverenciadas y aclamadas como a un dios, a un héroe, a un salvador de la patria, acabaran creyéndose ser dioses o de la categoría de dioses y con ello actuar con despotismo y condescendencia como tales.

Algo similar debería ser aplicado en las asambleas. Supongo que mi exposición acto seguido pueda resultar subjetiva. Es el resultado de la experiencia y la observación, que a lo mejor difiere de una persona a otra. Al principio, cuando se constituye una asamblea, todo es buena voluntad y participación, se escuchan las propuestas, hay libertad de intervención. Es la fase propositiva. Sin embargo, esta variedad de propuestas e ideas no puede durar para siempre. Hay que ser prácticos, hay que concretar. O más bien, surgen unas ideas dominantes que acogen cada vez mayor potencia por contaminación, porque las personas tienden a actuar como lo hace el resto para no verse excluidas. Lo siento si sueno pesimista. Pero es la naturaleza humana, somo seres sociales y la mayoría solemos dejarnos llevar por el grupo aunque no nos convenga, o precisamente porque nos conviene estar dentro de él en vez de fuera. Así como surgen los líderes que son precisamente los que enarbolan y dirigen las ideas mayoritarias. Los líderes, o voces cantantes, con sus correspondientes séquitos de los que, tras una corta lucha de poder, pero seguramente virulenta y llena de traiciones, surgirá una postura dominante que será la que gobierne en la asamblea. Al final, de la primitiva libertad no quedará nada. De la asamblea como agrupación de personas que buscan organizarse en comandita solo quedará el nombre como publicidad, o título autonombrado, de que se hace política en nombre del pueblo, y los ciudadanos o asamblearios habrán entregado su libertad a la idea o postura dominante.

En todo caso, se alcanza un grado en el que la voz del líder de la asamblea se confunde malamente con la de toda la Asamblea, de tal modo que su voluntad llega a considerarse supuesta voluntad del pueblo y nadie se opone contra ella. Y se convierte en verdad absoluta, al estilo de los generales que entran triunfalmente en Roma y llegan a concebirse como dioses porque todo el mundo les aclama. A las asambleas les hace falta un esclavo que les repita: “Memento mori”, aunque no tanto para recordar la mortalidad como para indicar: “No olvidéis que hay otras opciones, que hay alternativas, que hay otras opiniones”.

Toda asamblea debería contar con una figura que aunque esté de acuerdo esté en desacuerdo. Me explico. Alguien que mantenga la controversia, cuya función sea mantenerse en constante oposición por sistema, y que sea tolerado y respetado por ello.

A menudo no hace falta. Siempre hay voces discordantes. Por naturaleza. Porque los sistemas mueren por falta de diversidad, cuando adquieren una rutina, cuando se anquilosan. Podríamos llamarlo la teoría del 1%, o del 5, o del diez. Siempre existe una minoría que se opone incluso a lo que a la mayoría suena más razonable. Se les llama reaccionarios. En un sistema democrático, no se les suele escuchar, y a menudo con razón, porque se oponen a la opinión masiva. Pero una cosa es que debido a su número su influencia sea escasa, y otra que sean silenciados, o que no existan, o que se les erradique, o se les expulse, o sean condenados a exiliarse. Son una necesidad. Plantean caminos alternativos que podrían ser valiosos en caso de crisis o problemáticas profundas.

Mas la soledad que sobreviene de ser a menudo la voz en el desierto.

Aunque claro que todo esto no son más que especulaciones.

 

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