23 millones y medio


 

Se constató el mayor ataque informático a las bases de datos censales del gobierno. De momento, para no alarmar a la población, el hecho no se notificó. Pero sí fue obligado que se hiciera cuando, como resultado, días más tarde fue publicada en Internet una lista con las identidades, domicilios, datos fiscales, formas de contacto, y propiedades, de veintitrés millones y medio de personas. Una cifra cuanto menos redonda en cuanto que abarcaba aproximadamente a la mitad de la población del país.

La lista se mantuvo varias horas a la vista de todos hasta que los expertos gubernamentales, y también profesionales contratados desde el sector privado, consiguieron borrarla. Fue calificada como una agresión a la privacidad sin precedentes. No se sabía a ciencia cierta quién había sido el infractor. Aunque no fueron pocos los que reclamaron la autoría. Como redes de piratas informáticos, grupos antisistema e insurgentes, etc.

Quizás el más jocoso de estos intentos de autoengrandecimiento fue el de un sujeto que dijo ser artista y que argumentó que había publicado la relación como parte de un gran juego, o experimento, moral. Quería poner en evidencia el afán de las personas de diferenciarse, de ponerse adjetivos, y de segregarse. Que si la clase social, que si el barrio donde se habitaba, que si el sexo, el género, la religión, la ideología política… Quería comprobar cómo afectaba a la sociedad, a las personas, la creación de un inventario donde los individuos fueron elegidos, o no, para estar en él sin que mediara ningún criterio o indicador, sino de una forma completamente azarosa. Parecía una broma, pero tenía sentido. Porque, realmente, no había nada que unificara a aquella mitad de la población. Hombres, mujeres, ricos, pobres, empresarios, asalariados, funcionarios, altos cargos, subalternos, parados, ancianos, adultos, niños, e incluso recién nacidos.

Aunque el trasunto del suceso artístico y moral tenía sentido, muy pocos confiaron en esta posibilidad. En los coloquios de café o de oficina se decían cosas como: “Sí, vamos, como que ese tipo va a ser un pirata informático”, “No más un aprovechado que quiere sacar fama de la situación”, “Pues menuda obra de arte, que se dedique a pintar moñas”, “Como si el estar en una lista o no me fuera a afectar”. Se inventaron términos chistosos como “legales” e “ilegales”, “elegidos” y “parias”, o “numerarios”, los que estaban en la lista, y “extraoficiales”, fuera de ella. Aparentemente, nadie se lo tomaba en serio.

Ahora bien, resultaba que, subliminalmente, el experimento sí que producía cierta afección. Los que estaban en la lista se preguntaban, de manera consciente o inconsciente, por qué habían sido marcados de ese modo, que habían hecho para ser objeto de tamaña agresión. Y aquellos cuyo nombre no figuraba inquirían que por qué ellos no y los otros sí, que tenían para no haber sido seleccionados.

Los primeros efectos visibles se produjeron entre niños y adolescentes. Si coincidía que en un aula la mayoría era de un mismo bando, la minoría, el resto, tendía a separarse y a marginarse.

Más preocupante fue lo que empezó a tener lugar entre los adultos. La lista no había desaparecido de Internet. Se reproducía como un gusano. Se encontraba para quien la quisiera manejar en la red profunda, en manos de multinacionales, compañías de propaganda, asociaciones delictivas, así como de vez en cuando surgían portales en la red en los que podías comprobar si pertenecías a los elegidos o a los parias. A los numerarios o a los extraoficiales. Inconscientemente, se empezaron a producir disensiones. En los chats de ligoteo por ejemplo había quien lo primero que preguntaba era a qué bando pertenecías. En las grandes empresas, en los procesos de selección de personal, se revisaban las credenciales, entre otras si se estaba incluido entre los legales o en los ilegales. Más grave fue cuando comenzaron los robos, las suplantaciones de identidad. Los numerarios eran principalmente las víctimas al estar sus datos en la red, y echaban la culpa a los extraoficiales. Estos a su vez se hacían los ofendidos o directamente rompían relaciones.

El siguiente paso fueron las asociaciones inesperadas. Daba igual si la otra persona se trataba del patrón explotador o del sindicalista que no daba un palo al agua, si compartía tu afiliación política, tu equipo de fútbol, tus ideas, tus creencias, o no, que si estaba en tu bando era uno de los tuyos. Y así sucesivamente.

Cuando comenzaron las ejecuciones en masa del bando rival se comprobó que no se trataba de una broma.

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