Personalismo

 Muchos historiadores convienen que la Era Contemporánea nació con la Revolución Francesa, coincidente con el triunfo del liberalismo y el inicio de la democracia moderna. Sin profundizar demasiado en los citados hechos, señalar que hay una serie de ideas que fueron claves en la forja del proceso. Como la doctrina de la separación de poderes, esto es, la cuestión de impedir la concentración de todas las facetas del gobierno en un único individuo; o como la redacción de una Constitución, el documento fundamental que impone los límites, las líneas rojas, mayormente bajo la forma de derechos de los ciudadanos, que los gobernantes no han de traspasar.

Si me permiten el comentario, parece que estos conceptos cardinales guardan una cosa en común: su objetivo es tratar de evitar el “personalismo”. ¿Y qué es el personalismo? Pues he de definir este término como el sometimiento de una organización o sistema al dictamen de un único individuo. En otras palabras, el hecho que una sola persona sea la que dicte cómo ha de gobernarse; que los ciudadanos estén sometidos al capricho de un único gobernante.

Tal como lo he explicado, asemejase que la Revolución Francesa, con su separación de poderes, su Declaración de Derechos, y su Constitución, hubiese nacido con el fin de anteponerse a la monarquía absoluta. Ya saben, el derecho divino de los reyes a gobernar como les plazca, la centralización del poder en sus personas. Finalmente, oponerse al personalismo.

Sin embargo, algunas voces de historiadores empiezan a discrepar sobre esta opinión. Si nos atenemos a lo que ocurría en el siglo XVIII, la monarquía absoluta no era tan absoluta. El rey, aunque concentraba los poderes, no era todopoderoso, en el sentido de que había entidades con sus propias leyes y fueros. Como los gremios, con su propia legislación. Las compañías de comerciantes, la inquisición, las órdenes religiosas al estilo de los jesuitas, los tribunales nobiliarios. El poder del rey no era tan absoluto como nos quieren hacer creer en el sentido de que había colectivos con fueros y derechos sobrevenidos de siglos cuyos reglamentos los reyes no podían romper.

En contra de esto, la Revolución Francesa hizo tabla rasa. Borró de un plumazo todas estas legislaciones particulares. Por un lado tuvo un efecto positivo, porque se eliminaron los personalismos por parte de estos grupos. Esquilmó que hubiera colectivos, como aquellos de los gremios, los nobles, o las órdenes religiosas, con capacidad para autogobernarse a su conveniencia. Pero, por otro lado, esta tabla rasa impuso que ahora sí existiera algo llamado Estado que verdaderamente poseía el poder absoluto. El Estado, a partir de la Revolución Francesa, pasó a detentar el monopolio de la soberanía. Sin gremios, sin tribunales especiales, sin fueros de las ciudades… Esto quiere decir que desde entonces únicamente el Estado está capacitado para juzgar, para redactar las leyes, para aplicarlas. Los ciudadanos corrientes no podemos tomarnos la justicia por nuestra mano. Únicamente el Estado detenta la opción de hacerlo.

Como consuelo de este poder absoluto tenemos la creencia de que el Estado actúa en nombre del pueblo, y que los poderes emanan del pueblo y del conjunto de los ciudadanos. Y que para eso está la separación de poderes que impide que el poder esté concentrado en una persona, o la Constitución que limita las atribuciones de los gobernantes.

Sin embargo, con la Revolución Francesa se originó algo que todavía estamos sufriendo. Los clubes, que más tarde pasaron a llamarse partidos políticos. Grupos de personas que plantean la cuestión de hacer política según unas ideas parecidas; grupos de personas que creen confiadamente que dichas ideas que comparten son las mejores que puede haber, y por ello el ejercicio del poder debe ser llevado a cabo mediante dichas directrices. Grupos de personas que son dirigidas bajo la figura de un líder. No se sí vislumbran a dónde quiero llegar a parar.

De la Revolución Francesa emergió una nueva manera de enfocar el Personalismo a través de grupos organizados en torno a un líder. Y lo peor es que ahora ese grupo, y ese líder, tenía en sus manos el poder absoluto como nunca antes lo había tenido alguien en la historia (si exceptuamos la recién nacida por entonces democracia estadounidense). Solo tenemos que recordar. Los jacobinos con Robespierre, Napoleón Bonaparte, Stalin, Hitler, Mao… Personas que decían hablar en nombre del pueblo, pero que gobernaron de acuerdo con sus obsesiones personales, y que aniquilaron a millones de personas.

Hay un concepto que tenemos que alterar de manera significativa, que debemos desterrar de nuestras mentes, y es aquel que si el poder emana del pueblo su voluntad se expresa por medio de sus representantes. Esto es por lógica incorrecto. El pueblo no presenta una voz unificada, ni una voluntad unívoca. Por ello, si el poder emana del pueblo, no ha de entenderse que se expresa a través de sus representantes, sino por medio del ejercicio de sus quehaceres diarios.

En su momento lo llamé masa intermedia. La voluntad del pueblo no se expresa en las urnas sino en su capacidad para resolver sus necesidades económicas, sin que los caprichos personales de los gobernantes alteren dicha capacidad. En este sentido, la Revolución Francesa fue un comienzo de algo, pero un mal comienzo, al instituir la figura de los partidos políticos que por definición y tendencia su propósito es gobernar y aglutinar poderes por mucho que estos anden separados. Podemos permitir que el Estado ostente el poder absoluto y el monopolio de la soberanía. No obstante, su constitución debe ser formulada para organizarse según una multiplicidad de poderes absolutamente independientes entre sí y cuyo ejercicio se encuentre libre de cualquier parcela ideológica. Sin embargo, en cuanto concebimos el concepto de partidos políticos, cuya tendencia es tratar de establecer conexiones entre esos poderes porque están convencidos que sus ideas son las que deben implantarse, es cuando penetramos en el peligro del personalismo más absoluto, de estar condicionados por la personalidad de un líder y los que lo rodean para diluir hasta la más mínima de nuestras libertades. Necesitamos gestores, no políticos. No quiero llegar al extremo de proponer que una verdadera democracia pasa por la disolución de los partidos políticos. No soy tan inteligente para proponer una alternativa real y eficaz a los mismos. Pero que mi intuición me dice que por ahí va la senda, algo sí barrunto.

Claro que todo esto no son más que especulaciones.

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