En lo que creo, en lo que puedo creer

 

Ojalá que todo lo que pienso fuera la verdad y nada más que la verdad, y que el mundo funcionara así, tal como yo lo pienso.

Pero no rige de este modo, y corro el riesgo de creerlo con la consecuencia de que, aparte de abogar por el más absoluto solipsismo, conducir a la sinrazón y a la locura, por creerme mis propias mentiras e invenciones.

Una de las bases de filosofías como el estoicismo se halla relacionada con lo que digo. Una cosa es lo que nos sucede, y otra distinta lo que pensamos sobre eso que nos acaece. Las acciones y los hechos que nos producen sufrimiento físico existen. Así como las traiciones, las mentiras, la hipocresía, los abusos. Podremos intentar evitar que nos sucedan, aunque tarde o temprano, residiendo en el mundo en el que residimos, terminarán ocurriéndonos. Pero una cuestión es que nos sucedan, y otra el dolor sobrevenido por el estrés y el impacto emocional. Es decir, que estas circunstancias sigan haciéndonos daño una vez nos han ocurrido.

Esto es lo que indica el estoicismo. No podemos evitar gran parte de lo que nos ocurre, pero sí controlar lo que nuestra mente piensa sobre eso que nos ha sucedido. Es decir, cómo nos afecta, y si estamos dispuestos a que cuestiones y cargas como el dolor o el rencor dominen nuestras existencias.

Esta máxima del estoicismo se halla muy en boga hoy en día, enquistada y presente en una buena parte de la sabiduría de resistencia contemporánea, y que podemos contemplar en el sinnúmero de manuales de crecimiento personal y de autoayuda que salpican las librerías y quioscos, o aunque sea en la vorágine de frases con buenas intenciones que fluyen por las redes sociales y en las bolsitas de azucarillos.

No me opongo a que una buena filosofía, planteada por brillantes pensadores clásicos, se transmita. Pero sí al peligro de malinterpretaciones. Por ejemplo, que se concluya en cuestiones como: “la clave de la felicidad se halla en mí y solo en mí”. Alguien dirá que, ¿acaso no es cierto? Como yo me tome las cosas es la clave de mi bienestar. Por consiguiente, lo que piensen los demás sobre mí no ha de importarme, las circunstancias ajenas no habrán de afectarme. Pero, entonces, ¿en qué clase de personaje habré de convertirme? ¿No habrá de importarme el sufrimiento ajeno, o los resultados de mis propias acciones? Buena parte de las reflexiones que el emperador Marco Aurelio planteó en sus “Meditaciones” tratan sobre actuar con corrección. Controlar la manera como nuestra mente gestiona las emociones, y los pensamientos, sobrevenidos por los acontecimientos, es solo la punta del iceberg del proceder estoico. Aparte es actuar con corrección, siempre en pos del bien común, no dejarse llevar por los placeres, o por las provocaciones, o por las tentaciones, o por la locura transitoria. Por ello, reducir a tan solo que la clave de la felicidad se halla en mí, es una malinterpretación del ideal estoico, porque, medítenlo, a lo que conduce es a un absoluto hedonismo y relativismo.

Por supuesto, no creo que nadie aplique la sentencia en un sentido estricto. No creo que nadie la lleve al extremo. Se usa parcialmente. Hay quien la utiliza en el sentido de “No me es necesario tener pareja, me basta conmigo mismo, o conmigo misma”. En este caso, repito que se emplea con parcialidad porque no se trata solamente de tener o no pareja. Si la clave de la felicidad está en mí, ¿qué ocurre con mi familia, con mis amistades, con mis congéneres en este planeta? ¿Me convertiré en un tirano o en un marginal porque la clave de la felicidad está en mí? Supongo que entenderán por cuáles derroteros voy.

La apertura hacia el exterior, salir del fuero interno, es necesario. La felicidad no se halla tanto en mí, como en la manera como abordo las relaciones con el mundo a mi alrededor, una mezcla de actitud, de ética, de empatía y simpatía.

Del mismo modo, otra posible vía errónea es concebir que “La verdad está en mí”. Puesto que mi opinión sobre el mundo es la que importa, yo decido cómo he de interpretar y tomarme los acontecimientos, se corre el riesgo de confiar absolutamente en lo que uno cree, de aposentarse sobre las propias convicciones. Ya he dicho que se trata de un paso certero a la locura absoluta, porque no admitiré que alguien contradiga lo que me invento. Una solución parcial es buscar apoyo en personas a mi alrededor y, puesto que, como dijo el torero: “Hay gente pa to”, siempre habrá quien concuerde mínimamente conmigo, y por tanto quien confirme lo que pienso.

Del mismo modo, esto es una desviación del estoicismo. Marco Aurelio ya dijo que nadie posee la verdad, por lo que dentro de mi obrar correcto habré de buscar evidencias para comprobar que me acerco a dicha verdad. Puedo partir de mí, no digo que no, de mi propia contemplación, autoconocimiento y reflexión. No digo que no podamos apoyarnos en las convicciones de otras personas de mi entorno. No obstante, puesto que nadie posee la verdad, y una mentira repetida por miles sigue siendo una mentira, la cuestión sería dilucidar si al proceder estoico hoy en día no habría de acoplarse una nueva figura basada en la duda permanente. Aunque más bien sería combinar filosofías. Al estoicismo de Epicteto, le sumo el escepticismo de Pirrón. Si existe una verdad absoluta, el ser humano es incapaz de pergeñarla.

Ahora bien, no digo que siempre haya que mantenerse en duda. Por un lado está aquello en lo que creo, que son mis principios actuales para hacer uso de mi facultad rectora y actuar con corrección. Pero por el otro lado se encuentra aquello en lo que puedo creer, basado en evidencias, en pruebas. No es dudar por dudar, sino buscar evidencias. Pero ante la incertidumbre de que esa evidencia sea definitiva, vivir con la apertura de mente necesaria para cambiar mi concepto del mundo, de mí mismo, de la sociedad, del universo, cuando encuentre una evidencia de orden superior que anule o contenga la anterior.

Claro que todo esto no son más que especulaciones.

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