De la justificación del poder


Supongo que los seguidores de este programa se estarán preguntando sobre por qué tantos capítulos hilados acerca de asuntos como historia del derecho, ética, moral, etc. Supongo que se debe al signo de los tiempos, por las inquietudes que presento en este momento. Igual que en otras épocas he indagado sobre arqueología, ciencia, cine o incluso espiritualidad, lo que ahora me abotarga es la sensación de arbitrariedad ante lo que me rodea, en concreto cuando observo y experimento el ambiente político enrarecido del que “gozamos” entre comillas.

La pregunta primera sobre el poder es siempre la misma: ¿Cómo se legitima? ¿Cómo justificar que se hayan de cumplir las leyes? ¿Por qué motivo he de obedecer y transigir con lo que me indicas?

Uno de los recursos más evidentes para justificar el poder descansa en el uso de la fuerza y la violencia. La militar, la policial, la judicial. Te obligo porque puedo. O el llamado “derecho de conquista” en la Edad Media tan en boga. Combatamos y será el juicio de Dios quien dicte. No obstante, el recurso a la fuerza es un argumento de circunstancias, que funciona en un momento dado, pero no en el tiempo. Siempre llegará alguien más fuerte, mejor preparado, o mejor adaptado, que nos venza. Como los leones y los gorilas que envejecen y que son sustituidos por otros más jóvenes. Se suele decir que los primeros reyes fueron soldados afortunados. Pero para que su gobierno se perpetuara, hizo falta algo más que fortuna, algún tipo de asociación.

Por ejemplo, con la religión. Llamémosle “miedo a la muerte”, o más bien el “temor ante lo incierto”. El conocido como pensamiento mágico. Todo está conectado. Lo semejante llama a lo semejante, la existencia de entidades y redes invisibles que ejercen que ante actos pecaminosos o en contra de sus designios sobrevengan consecuencias indeseables. Rezamos a dioses en parte porque pensamos que nos van a proteger contra la incertidumbre, porque nos proporcionarán buenos tiempos ante la escasez. Curiosamente, la creencia en un poder invisible bien tramado por la casta sacerdotal presenta mucha mayor estabilidad para establecer un gobierno que la fuerza ejercida por una mano bien visible que nos acogota por las armas. Contra lo tangible se puede luchar; contra lo intangible también, pero una mente fuerte es más difícil de desarrollar y de mantener que un cuerpo fuerte y bien entrenado.

El filósofo francés Edgar Morin (El método 6. Ética) señala que las comunidades históricas basaron su poder en la combinación entre fuerza y religión. Si bien todo eso desapareció con el advenimiento de la razón y de la ética. En particular de esta última, cuyo desarrollo propició el nuevo Estado laico y moderno.

Sobre este asunto ya platicamos en el capítulo anterior. Se trata de un nuevo tipo de justificación del poder que apareció con el siglo de las luces. En su momento parlamos sobre la ley natural. Los derechos naturales se hallan inherentes en el propio pueblo, son patrimonio de todos, de tal manera que el Estado se legitima y justifica en la medida en que con sus leyes obligue a los ciudadanos a respetar la mencionada ley natural. La mayoría de los Estados que hoy en día existen en el mundo, aunque ya eviten términos como derecho natural, son herederos de este modo de pensar que surgió a finales del siglo XVII y se desarrolló especialmente en el XVIII y XIX.

Otra vertiente dentro de este idealismo ético se encontraría en el utilitarismo. Este movimiento filosófico y político apareció en el Reino Unido a finales del XVIII con autores como Jeremy Bentham y posteriormente John Stuart Mill. En principio el utilitarismo es más pragmático que el iusnaturalismo. A los utilitaristas no les hace falta el derecho natural. Se justifican a sí mismos argumentando que la razón de las leyes y de las instituciones del Estado ha de ser perseguir la felicidad para el mayor número posible de personas. En este contexto la justificación de utilitarismo acoge matices kantianos. El utilitarismo se legitima de manera lógica puesto que todos queremos que el mayor número de personas sea feliz.

En definitiva, ya sea por medio de los derechos naturales o de la felicidad, el Estado se sustenta sobre el denominado bien común, siendo los políticos de dicho Estado los encargados de marcar y de salvaguardar en qué consiste el bien común.

Ahora bien, el problema de las justificaciones éticas, tanto aquellas relativa a la ley natural como al utilitarismo, es que resultan tan universales que acaban contradiciéndose a sí mismas. Ya hablamos en un capítulo anterior del imperativo categórico kantiano. “Actúa de tal modo que quieras que se convierta en ley universal”. Resulta tan lógico que parece imposible de contradecir. Pero sin embargo se puede, porque es posible que lo que dos personas deseen que se convierta en ley universal no sea lo mismo, e incluso se contradiga y se oponga.

Algo similar ocurre con las justificaciones éticas. Trabajan sobre conceptos muy grandes. Como libertad, propiedad, vida, felicidad, pueblo, humanidad... Amor. Conceptos muy grandes, maravillosos y brillantes. Se basan en la lógica de que como todos deseamos paz, armonía, felicidad, han de ser conceptos naturales en los que se ha de basar un gobierno ético. Pero, repito, son ideales demasiado imprecisos como para resultar victoriosos. Por ejemplo, con respecto al derecho a la vida. Dentro del derecho a la vida puede caber su extensión hacia la prohibición del aborto o la concesión hacia el animalismo más radical de que comer carne es asesinato, o su acotación por contra hacia posturas como que el derecho a la vida digna debe venir acompañado de la muerte digna.

En definitivas cuentas, los grandes conceptos son tan enormes que probablemente sea cierto que todas las personas los deseen y los codicien, pero ninguna de un modo absolutamente igual a otra, tal que dentro del rango de las interpretaciones de las grandes ideas siempre habrá al menos dos posturas enfrentadas si no infinitas.

Por contra, las leyes, para que funcionen, tal como los sistemas éticos han de ser coherentes, concretas, comprensibles, así como no han de contradecirse entre sí. Por ello, si sumamos dos y dos, se llega a la conclusión lógica de que cuando una facción política crea una ley con el fin de perseguir un objetivo ético como la libertad, la vida, la felicidad, etc., lo que produce es ideología, en el sentido de que está marcando un rumbo que favorece a unos, pero que no tiene en cuenta o perjudica a todos los demás que no comparten el mismo criterio sobre dicho gran ideal. Al final acaba siendo un movimiento maniqueo, una historia donde se divide al mundo en buenos y malos, entre los que se muestran acordes y los que no, generando una enorme injusticia y limitación coercitiva de las potencialidades de las personas a pesar de estar defendiendo los grandes conceptos para el conjunto de la humanidad.

El economista italiano Carlo María Cipolla lo expuso muy bien cuando llamó estupidez a la actitud de aquellos individuos que, pensando que hacen lo correcto, provocan más mal que bien.

Más políticamente correcto es referenciar de nuevo a Edgar Morin que introdujo el concepto de “ecología de acción”, por el cual ninguna persona es capaz de predecir las consecuencias de sus actos, tal que tratando de actuar correctamente es probable que se acabe consiguiendo lo contrario de lo que se pretende lograr.

Pero la cuestión no es que probablemente se acabe haciendo mal, sino que con seguridad se va a terminar provocando circunstancias dañinas. Cuando se hace ideología, por mucho que se pretenda buscar un bien universal, se terminará perjudicando a un porcentaje tendente a la mitad de la población. Este último dato de la mitad de la población es una intuición personal, sin una demostración clara, si bien la observación de ciertos fenómenos por ahora me lo confirman.

En todo caso, la conclusión a la que se llega, y hay que señalarla sin miedo, es que a pesar de que en los últimos dos siglos se haya abogado por gobiernos universales basados en consideraciones éticas, tenemos que confrontar lo que nos dice la lógica y esta nos indica que la ética ha fracasado, y que siempre lo hará. Al menos aquella que se reviste de rasgos de universalidad y se basa en los grandes conceptos.

Ante esto, ¿qué consuelo nos queda?

Podríamos hablar de un caso de éxito, el sistema normativo más estable de la historia, nada más y nada menos que dos mil años de desarrollo casi ininterrumpido. Me estoy refiriendo al confucianismo en China, la doctrina de Confucio. El ideal era simple: hacer de la tradición la ley. Y la tradición marcaba una división en castas o clases sociales insoslayables, el respeto a las autoridades con la figura del emperador en lo más alto, el cumplimiento de los ritos que el culto exige, el respeto a los ancianos, el amor por el trabajo bien hecho, etc.

Siguiendo a Morin, el confucianismo podría comprenderse como un desarrollo de corte histórico mezcla de fuerza y religión. Sin embargo, cabe reconocer algo más, un pegamento, un cemento, que lo mantenía todo unido, sin apenas rebeliones por parte de las clases bajas como por contra no dejaba de suceder en Occidente. Y ese pegamento no era otro que la propia tradición, los usos y costumbres.

Cuando introduzco lo de usos y costumbres no me refiero a los fueros medievales de las distintas ciudades y reinos que los reyes habían de respetar, sino a los reglamentos de la moral tradicional, a los preceptos que no están escritos en ninguna parte pero que todos seguimos. El llamado derecho consuetudinario, en oposición al derecho positivo que por contra es aquel que está escrito. En definitiva, a las maneras de actuar que se siguen porque “así se ha hecho siempre”.

Volviendo con el confucianismo, la clave de su éxito hay que reconocerla en la costumbre. Uno debe cumplir con preceptos morales y éticos no porque sea correcto sino porque así se ha hecho siempre; uno debe obedecer a la autoridad no porque albergue razón o porque posea la fuerza, sino porque así se ha hecho siempre; uno debe ser consecuente con los ritos no porque se corresponda con los dioses sino porque así se ha hecho siempre.

Los usos y costumbres es la fundamentación menos evidente, pero más efectiva, del poder. La perpetuación de los reyes y religiones depende en la medida en que consiguen integrarse en los usos y costumbres.

No obstante, cabe razonar que la costumbre suele presentar una componente peyorativa. Goza de muy mala prensa entre los filósofos y escritores de autoayuda, porque la rutina anquilosa, reduce capacidad de respuesta. De hecho cabe recordar cómo terminó el confucianismo, desarbolado y desarmado en el siglo XIX porque no supo reaccionar ni anteponerse cuando comerciantes extranjeros con superior tecnología trataron de introducir en China productos prohibidos incluso en su propio país desembocando en las guerras del Opio.

Por otra parte, la tradición suele llevar parejas circunstancias como la desigualdad y la injusticia, como la resignación a la que estaba sometida el campesinado, el odio al extranjero o a lo foráneo, etc.

Sin embargo, el potencial de la costumbre es algo que no se ha analizado lo suficiente. Por ejemplo, los preceptos de la costumbre responden a la utilidad, pero no en el sentido abstracto del utilitarismo ético de perseguir la felicidad, sino útiles en el contexto de que resuelven situaciones prosaicas en el día a día, de que si me enfrento ante un determinado problema en la mayoría de casos encontraré una situación basada en la experiencia que me permita superar mi dilema. En otras palabras, conecta al individuo de manera realista y pragmática con su entorno.

Por otro lado, no es cierto que la costumbre sea imperturbable. Si una manera de proceder nos lleva a error, habrá personas que se encabezonen en seguir erre que erre porque supuestamente siempre se ha hecho así, pero habrá otras que se adaptarán, devendrán sus comportamientos modificados, y eso alterará la costumbre del tal modo que será integrado dentro de la costumbre.

El problema del confucianismo a mi entender, fue que convirtió la tradición en figura normativa, en leyes de derecho positivo, tal que no se permitió evolucionar. Y cuando arribaron los bárbaros no supo responder a los cambios. Pero la cuestión podría consistir en que la costumbre a lo mejor no debe basarse en la tradición, sino en el pragmatismo, en el resolver nuestras acciones del día a día, de tal manera que se regenere continuamente. Asimismo, como se ha visto, imponer los valores éticos desde arriba no funciona, pero si los grandes ideales se convierten en fuentes de error cotidianas, esto es, en motivos que las personas vean como que algo no va bien en sus vidas, se conseguirá que cuando la costumbre evolucione lo haga ateniéndose a los maravillosos y resplandecientes conceptos.

Planteémoslo del siguiente modo. Si los usos y costumbres del derecho consuetudinario producen circunstancias negativas, quiere decir que esos usos fallan y habrá que adoptar otros. Pero si las leyes basadas en la persecución de grandes ideales nos dirigen a eventos fatales, la culpa no es de las leyes puesto que se fundamentan en las grandes y esplendorosas ideas, sino en las personas que fallan o no se comprometen a la hora de cumplirlas. O esa es la excusa a la que se suele achacar los grandes fracasos.

Quizás haya que comenzar a pensar de otro modo, no imponer los grandes ideales desde arriba, sino perseguirlos desde abajo, a través de éticas individuales que al contrastarse en comunidad concuerden en los grandes valores. De tal modos que las leyes no han de plasmar una única manera de comprender los grandes ideales tal que resulte coercitiva y que produzca arbitrariedad, sino preparar el terreno donde cada cual conciba de manera personal sus propios valores que concilien el día a día con los grandes ideales.

Finalizo diciendo que Edgar Morin propone las éticas complejas como sistemas morales que concilian la individualidad con el colectivo y con el sistema mundo. Aunque difiero en muchas cosas, como por ejemplo la asunción de una identidad global, concordamos con el camino. Todo debe comenzar desde el cambio de uno mismo, desde la toma de conciencia de cada cual.

Pero claro que todo esto no son más que especulaciones.

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