Del derecho de gentes

 He de confesar que a veces albergo fantasías de ilegalidad. Nada preocupante. Convertirme en vagabundo, abandonar mis deberes, practicar la desobediencia civil al estilo Henry David Thoreau, huir del mundanal ruido, convertirme en un ermitaño ácrata ilustrado en la soledad del monte.

Hace poco escuché el caso de una secta de corte hippie y naturalista que se había asentado sin permiso en una finca privada para practicar el amor libre. Su estilo de vida me es indiferente, lo que traigo a colación es que dadas las leyes actuales sobre okupación resulta muy difícil echarlos. No obstante, lo curioso del asunto trasciende en que no creo que se trate de okupación, o no voy a abordar el asunto como tal. Porque okupar, con “k” de kilo, a menudo se justifica o se fundamenta en un acto de protesta contra las leyes, un miasma de desobediencia civil. Pero lo que alegan los miembros de esta secta es que ellos sencillamente se rigen por unas leyes diferentes a las del Estado. Por lo tanto, se niegan a obedecer por la simple razón de que no admiten estar gobernados por el mismo gobierno, o bajo la misma Constitución, de nuestro país.

La pregunta que me hago por tanto es: ¿Es esto posible?

Retrocediendo a la antigua Grecia las leyes de la polis solo se instituían dentro de los muros de la polis, fuera de ella gobernaban el caos y los bárbaros.

Algo similar ocurría en el imperio romano, si bien sus fronteras eran mucho más amplias, se atenían a todo el territorio ocupado, sobre todo cuando en el siglo III de nuestra era el emperador Caracalla extendió la condición de ciudadano a todos los hombres libres del imperio, ya residieran en las urbes o no. Hay que decir que el sistema contaba con la ventaja de que las leyes dentro del imperio eran la mismas en toda su extensión, desde Mesopotamia hasta Gibraltar, ya fuera en los puestos fronterizos en pugna contra los partos, como para quien contemplara el azul radiante del Atlántico en Olisipo en el Finis Terrae de Occidente.

Con el hundimiento del Imperio romano y la Edad Media vino la disgregación. A falta de una autoridad central y única los distintos grupos humanos que se organizaban dentro del caos planteaban sus propias leyes y su propia manera de componerse. Es cierto que terminaron fraguándose los reyes y los reinos. Ahora bien, se trataba de monarquías pactistas, no absolutas como en ocasiones nos han vendido. El rey pactaba con los distintos grupos para que se dispusieran bajo su autoridad a cambio de unas concesiones. Concedía fueros, esto es, sistemas de leyes propias. Como los concordatos con la Iglesia, los pactos de vasallaje con la nobleza, los fueros de las ciudades, de los poblados, las llamadas a pioneros y colonos, la figura del aprisio ya fuera individual o colectivo, las reglamentaciones de los gremios, de las órdenes monásticas, las capitulaciones con los adelantados que iban a buscar nuevas tierras, etc. A pesar de intentos como el Código de las siete partidas de Alfonso X de unificar las ordenanzas del reino, lo que existían eran muchos grupos cada cual organizándose a su modo, y la figura del rey más bien había de entenderse no como el que protagonizaba las guerras, porque a veces leemos historia y en eso se resumen los libros, los reyes como los que marchaban a la batalla y conquistaban esto o aquello, sino que hay que visualizarlos como los garantes de todas las legislaciones particulares de los distintos grupos. Los pactos con el rey eran la única garantía de que nadie fuera a arrebatarles el estilo de vida que las comunidades se habían asignado a sí mismas. En definitiva, se permitía la figura del rey como aquella que permitía justificar la libertad e independencia legislativa de los distintos grupos.

Vino la Edad Moderna y un apellido como Maquiavelo propuso frente a la disgregación medieval la figura de un príncipe fuerte que sometiera a los ciudadanos a cambio de paz, para lo cual sus acciones no debían estar supeditadas a los principios de la moral.

Vino, todavía más importante, la Escuela de Salamanca, que ya introdujimos en un capítulo anterior, que planteó la base del modelo jurídico contemporáneo. Fundamentaron su pensamiento en el contexto de la conquista de América. Los autores de la Escuela de Salamanca como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, o posteriormente Francisco Suárez, trataron de dilucidar en qué condiciones se podía considerar que una guerra era justa. Y para ello se alejaron de las habituales nociones. Por ejemplo, esquivaron aquello de que si yo rezo a un dios y tú a otro, tengo derecho a guerrear contra ti. O se distanciaron de que si yo quiero una tierra y te la disputo y te venzo, es mía por derecho de conquista. En su lugar, comenzaron con una máxima: “todos somos iguales a ojos de Dios”, cuestión que con el tiempo perdió su componente sagrada. “Todos somo semejantes puesto que somos personas”. Los doctos clérigos que formaban parte de la Escuela de Salamanca, que no solo se desarrolló en Salamanca, por ejemplo Francisco Suárez también trabajó en Coimbra, desarrollaron a partir de esta noción lo que sería conocido como “derecho de gentes”.

Si un grupo de personas, semejantes entre sí solamente por ser personas, optan libremente por gobernarse a sí mismos, ese derecho al autogobierno es un derecho natural inalienable que nadie debería arrebatar. Esto quizás es complicado de entender. En su momento ya comentamos la cuestión de los derechos naturales, que son aquellos que se poseen simplemente por haber nacido. Para los miembros de la Escuela de Salamanca provenían de Dios. Aunque, hasta donde yo sé, solo mencionaron que había derechos naturales, nunca realizaron una lista. O cuanto menos emplearon el término “derecho natural” para señalar: “Todos somos iguales a ojos de Dios”. Lo importante para ellos era lo que hacemos o decidimos con nuestra vida. Por ejemplo, el que las personas decidan libremente vivir en comunidad y bajo unas leyes. Esto es, autogobernarse. El derecho al autogobierno es un derecho natural, sin embargo con una diferencia con respecto al resto de derechos naturales, que ya no depende de la voluntad de Dios sino que emana de la comunidad que ha decidido autogobernarse a sí misma. Esto es, un derecho natural que descansa en el pueblo, no en Dios.

Hay una importante diferencia entre considerar que los derechos naturales provienen de Dios o están en el pueblo. Podemos decir que todos como individuos tenemos derechos naturales por haber nacido, son los “derechos de la gente”, son aquellos que tenemos por ser personas y por ser semejantes entre nosotros. Yo soy persona como tú. Pero eso no quita que una persona, que tiene necesidades, busque satisfacerlas haciendo uso de otras personas y a través de esas personas. Alguien dirá que la libertad de cada uno de obrar se halla limitada por la libertad de otras personas. Pero eso, ¿dónde está escrito? Si yo soy persona como otro individuo, y ese otro individuo para cumplir sus necesidades está dispuesto a pasar sobre mí, va a servir de muy poco que yo vocifere que la libertad de cada cual termina donde empieza la del otro. Ni siquiera va a servir que yo diga que está vulnerando mis derechos naturales, porque los derechos naturales provienen de Dios y será Dios quien juzgue que alguien ha usurpado mis derechos naturales, pero eso lo hará en “la otra vida”, una vez muramos.

Pero otra cuestión distinta es que lo diga la comunidad. Si yo libremente resido en una comunidad y hemos establecido que la libertad de cada uno termina donde empieza la del otro, si otra persona incumple ese acuerdo, irá en contra de todas las leyes de la comunidad y será la fuerza de la comunidad la que se oponga a él.

Pues esto era lo que planteaban los clérigos de la Escuela de Salamanca. Las comunidades tienen derecho a gobernarse a sí mismas, un derecho que no depende de Dios y, más importante, tampoco del rey. Esto supuso un cambio revolucionario. No hace falta un rey para legitimar que una comunidad se dote de sus propias leyes. Se basta a sí misma al haber sido fundadas por un grupo de semejantes de manera libre y concertada, de tal modo que la guerra justa solo podrá tener lugar cuando alguien arrebata a otros este derecho. Por lo tanto, el derecho de la gente nos servirá en la otra vida pero no en esta, es el derecho de gentes el que nos salvará en esta.

Entonces, regresando al asunto de la secta del amor libre. ¿Presenta potestad para alegar que se rigen según sus propias leyes y el Estado no tiene nada que hacer ahí? Según la Escuela de Salamanca sí, y no. Sí por sí misma, no porque está ocupando sin permiso el territorio de una comunidad ajena.

En cualquier caso, la cuestión es que desde entonces ha llovido mucho.

El derecho de gentes salmantino se divulgó por toda Europa, y llegó de manera indirecta al mundo protestante a través del holandés Hugo Grocio, y fue en estos lugares donde se produjo una perversión. A partir de aquí habrá muchos que se lleven las manos a la cabeza por lo que voy a decir: figuras notables como John Locke, Voltaire y Rousseau, y en general la mayoría de ilustrados del siglo XVIII, pueden ser considerados como los peores filósofos a los que más gente ha escuchado. Aunque no toda la culpa fue de ellos. Hay una figura central en el proceso de perversión, Samuel Pufendorf, que en el siglo XVII significó el punto de inflexión.

Pufendorf es a menudo alabado por separar la ley de la moral, la política de la teología. Lo que hizo, a mi juicio, fue mal leer a Hugo Grocio, que había tomado muchas de sus tesis de la escuela de Salamanca. Pufendorf no sé si leyó a Maquiavelo, pero sí que lo hizo con Thomas Hobbes. Ya saben, aquel de “El hombre es un lobo para el hombre”, el ser humano es malo por naturaleza. Pufendorf no estaba de acuerdo con Hobbes. Para él el ser humano sí era bueno por naturaleza, solo que esta bondad era inestable puesto que el ser humano padece de necesidades y a veces por satisfacerlas se producen desviaciones. Razonó del siguiente modo: Si Dios ha creado al hombre bueno por naturaleza, todo aquello que el ser humano acomete para vivir en paz y armonía con los demás debe ser considerado como ley natural. Conviene aclarar que Pufendorf no hablaba de derechos naturales, sino de ley natural. En cualquier caso, seguimos con el razonamiento del alemán: Si todo lo que el ser humano hace para convivir en paz es ley natural no compete a la otra vida sino a esta, y el Estado, como la suma de voluntades individuales, ha de abogar por su defensa y cumplimiento.

Hay que fijarse en la diferencia. La Escuela de Salamanca empleaba el derecho natural para decir que somos iguales, y como iguales, cuando libremente nos constituimos en comunidad, albergamos un derecho al autogobierno que nadie debería usurpar. Frente a esto lo que indica Pufendorf es que hay una ley natural en la que se debe basar el Estado, de tal modo que todas las leyes que redacte el Estado dentro del derecho positivo, han de obligar al individuo a no desviarse de esa ley natural.

En otras palabras, Pufendorf introdujo el puritanismo en política. Así como una vuelta de hoja perversa. Puesto que la naturaleza del ser humano es vivir en comunidad, por ley natural el Estado ha de obligarlo a vivir en comunidad. La justificación perfecta, la pescadilla que se muerde la cola. Es como decir: El Estado tiene derecho a encadenarnos puesto que defiende nuestros derechos que nos son inherentes como seres humanos. Adiós a las fantasías de ilegalidad, adiós a posibilidades como la secta del amor libre puesto que reside ajena al Estado. Otra cuestión bien distinta son los políticos que desde el Estado permiten esta clase de cosas, a saber con qué ideas y tejemanejes lo hacen. En todo caso, lo más grave, la consecuencia lógica del pensamiento de Pufendorf es que como la ley natural compete a todo ser humano, independientemente de su etnia, de su cultura, de su religión, el Estado que obliga al ser humano a cumplir con la ley natural ha de ser universal.

De nuevo he de marcar las distinciones. La Escuela de Salamanca indicaba que somos libres para constituirnos en comunidad y fijar nuestras leyes y nuestro estilo de vida. El nuevo planteamiento implicaba que solo somos libres en la medida en que decidimos someternos a la voluntad del Estado, cuyos gobernantes tienen la potestad de decidir lo que es la ley natural (puesto que Dios no nos la ha comunicado), y de fijar las leyes que protegen la ley natural.

En el fondo podemos disculpar a Samuel Pufendorf porque su niñez estuvo marcada por la guerra de los treinta años, y era un defensor acérrimo de la monarquía absoluta, esto es, de una manera similar a Maquiavelo abogaba por un poder fuerte capaz de imponer la paz y la concordia. Pufendorf era perfectamente consciente de que someter al Estado a la ley natural reduciría la libertad, pero se trataba de un mal necesario para paliar las desviaciones a la norma.

Por contra, los que no tienen disculpa son los que siguieron a Pufendorf. Como John Locke, Voltaire o Rousseau. Porque convirtieron unos ideales surgidos en un contexto absolutista en germen de los futuros procesos democráticos. Pero esto será ya motivo de reflexión quizás en otro capítulo porque en el presente ando alargándome demasiado.

Solo señalar de momento que todo esto no son más que especulaciones.

Comentarios

  1. Nota aclaratoria. Las leyes actuales sobre Okupación no protegen al okupa. No obstante, en ocasiones los procesos judiciales se alargan indefinidamente, de ahí el comentario de que es muy difícil echarlos.

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