Querré estar acompañado


Lo malo del apocalipsis es que, como la muerte, no sabemos cuándo va a llegar. No son pocos los que tienen la certeza de que no lo lograremos, de que arribará un momento, a causa de una III Guerra Mundial, una llamarada solar, el calentamiento global, la catástrofe climática, lo que sea, en el cual los Estados y las estructuras se hundirán y los sistemas gubernamentales dejarán de funcionar. Las leyes serán papel mojado. Cundirá el caos y la desesperación. Demasiada gente residiendo en las ciudades donde no se producen alimentos. La superpoblación manifiesta que depende de un sistema económico global que, aunque injusto, sí que ha permitido semejante proliferación de almas entre las que me incluyo.

El conocido cineasta M. Night Shyamalan realizó hace unos años la película “Señales”. La historia de una invasión extraterrestre a la Tierra, diferente a otras que se han rodado, sin grandes ejércitos ni sonoras destrucciones, sino a través del enfrentamiento directo y personal cuerpo a cuerpo. La cinta de Shyamalan destaca por su sorprendente humanidad. Una familia que, cuando asoma el desastre, en vez de huir hacia donde todo el mundo va, de sumarse a la muchedumbre, decide aislarse y afrontar el fin junta. Si la destrucción ha de llegar será recibida en comunidad, que no multitud, con nuestros seres queridos, no entre la vorágine y el ruido del gentío, sino en la intimidad del hogar.

La conclusión que sonsaco del relato de Shyamalan es que nos decimos parte de una especie, resaltamos cualidades como la fraternidad o la solidaridad universal, el traspasar todas las fronteras, pero a la hora de la verdad solo congeniamos y aceptamos como nuestros a unos pocos, a una fracción, entre los mismos.

Algunas facciones políticas, minoritarias hay que decirlo, abogan por la disolución de la unidad familiar para atenuar este solipsismo. El bebé recién nacido solo debería estar sus primeros seis meses con su madre puesto que son los estrictamente necesarios para la primera manutención. Y el resto de su vida habría de pasarlos en las instituciones del Estado para su adoctrinamiento y absorción.

Aunque, siguiendo las tesis del insigne filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman (Vida líquida), no hace falta que el Estado hipotéticamente actúe para conseguir esto, ya lo hace la sociedad por sí solita. Bauman acuñó términos como modernidad líquida, sociedad líquida, o vida líquida. La liquidez indica un tipo de organización donde todo fluye, está conectado, mas sin formas definidas, sin pautas deterministas. La vida líquida se mueve en el mar de posibilidades de tal modo que las trayectorias personales están marcadas por el cambio más que por la permanencia. Trabajos transitorios, aficiones mudables, afiliaciones temporales, amistades efímeras, familias de quita y pon. Bauman llega a afirmar que la experiencia sirve para bien poco porque aquello a lo que podríamos aplicarlo, o bien ha desaparecido o ha mutado, o se ha visto metamorfoseado, alterado. O incluso que lo que más cuesta o perseguimos hoy en día no es cambiar de vida, sino dejar atrás los recuerdos de relaciones pasadas, de experiencias pretéritas. Dar un continuo final a lo antiguo para entregarnos a una vorágine de sucesivos comienzos. Nos entregamos a psicoterapeutas, abogados, psicoanalistas, para dar término a lo pasado; nos decimos eternamente jóvenes, dejamos a nuestros mayores en las residencias, concertamos divorcios con la mayor facilidad y sin pasmosidad para poder reiniciarnos y comenzar de nuevo sin mácula y sin traumas.

La visión de Bauman probablemente sea certera. En caso contrario no le hubieran llovido los premios que recibió en tiempos. Hay algunos hechos que corroboran su teoría. El conflicto generacional permanente. Hace décadas que los hijos ya no comprenden a sus padres, y viceversa, y eso se está acelerando en los últimos años. O cabría hablar de la “globalización”. La definición dogmática presenta este concepto como la creciente interdependencia de los mercados a nivel planetario. Una consecuencia de la mejora de los transportes, de las telecomunicaciones, de los procedimientos informáticos que agilizan la transmisión, traducción y adaptación de la información. Estas convergencias desarrollan un modelo de vida que se retroalimenta. La rapidez y conectividad de la sociedad contemporánea nos crea el deseo, la urgencia, de no conformarnos con una tradición, o de no generar nosotros mismos una tradición. Así como de no limitarnos a un único modelo de vida con la experiencia asociada, sino a múltiples. Y este deseo refuerza y justifica el paradigma por la velocidad.

He de confesar que yo mismamente he vivido muchas vidas. He tenido muchas transformaciones, he hecho demasiadas cosas, abandonado muchas de ellas, otras aún las ejerzo. Pero no podría decir si se debieron a esta necesidad de cambio permanente como a un cierto carácter polifacético. Como se ponían a mi alcance y podía llevarlas a cabo, así como me interesaban, sentía curiosidad, las hacía. Me iba conociendo a mí mismo en el proceso. Iba comprendiendo lo que se me daba bien y me gustaba y lo que no. He llegado a un punto en el que no sé si lo que hago es tanto experimentar como aprender y relacionar. En otras palabras, he conformado una memoria.

Sobre un aspecto sí puedo concordar con Bauman, la globalización se visualiza como un tremendo escaparate publicitario. Conozco personas que viajan por viajar, que ven fotos en una revista de viajes y se dicen a sí mismas: “Tengo que ver eso”. A mí no me sucede. Me seduce aprender, conocer esa información para forjarme una hipótesis o una teoría. Mas para ello no me hace falta pisar con mis pies desnudos la arena de las playas del océano Índico. No albergo la necesidad de palpar con mis manos la majestuosidad y laboriosidad de los templos de Angkor Vat. O de fotografiar desde un auto a los animales del Serengheti. El mundo está lleno de personas, ya lo harán otros. Yo efectuaré lo mío. Acepto mi papel. Me reconozco, me contemplo, no me conozco del todo, pero me asiento sobre la Tierra. Cambiar de vida continuamente es mudar de personalidad, no poseer una en concreto, sino adoptar múltiples disfraces predefinidos, puesto que si te deshaces de tu memoria lo que haces es imitar. De este modo, si Bauman albergara razón, todos acabaríamos siendo iguales, solo diferenciándonos por la piel con la que nos vestimos en un momento dado. Es la contradicción en la que se cimienta su pensamiento, es la traba lógica que me hace sentir que la liquidez es incierta, que hay grumos, corpúsculos, en ella. Bauman indica, y muchos en verdad piensan así, que los triunfadores del juego son aquellos que no dejan de moverse, que no dejan de mudar. No les hace falta esperar una vida tras la muerte o reencarnarse puesto que todo ya lo han hecho en esta. Por contra, son los inadaptados, los fracasados, los deshechos, las vidas desperdiciadas a tenor del título de un libro suyo, los que se han quedado al margen de la velocidad, los que no albergan más remedio que vivir desde sus recuerdos.

Sin embargo, cabría opinar: ¿y si lo que esos supuestos triunfadores hacen es vivir mil vidas de otros de manera superficial mas sin profundizar en nada?

Porque aquí nada ha cambiado. Hay opciones a nuestro alcance, aprovechamos las opciones de acuerdo con nuestras capacidades, con nuestra manera de ser, con nuestra personalidad. Desarrollamos recuerdos y memoria. Así ha sido desde el Paleolítico y lo seguimos haciendo.

Al final basta con ser uno mismo. Y no me reconoceré a mí mismo entre tanta capa superficial sino buscando las constantes. Y puede ser que esa constante sea huir hacia adelante, pero también fijarse en aquello que nos sostiene cada vez que una de esas vidas superfluas ha fracasado. Puede ser la nostalgia, puede ser la familia, la pareja, puede ser la práctica profesional o artística, la francachela. Pero será algo alrededor de lo cual se creará comunidad. Haremos grumo, crearemos corpúsculo, será aquello de lo que querremos estar acompañado cuando venga el fin del mundo. Si es que acaso llega.

De momento concebir que son solo especulaciones.

 

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