La mente subyacente

 A veces el cuerpo, y la mente, nos dan señales de que en principio no estábamos diseñados para vivir tanto. Los avances en tecnología y medicina contemporánea son una gran ventaja de los que gozamos, pero eso no quita que no puedan comportar otra serie de perjuicios.

Como los recuerdos que nos asaltan. Quizás sea una condición particular mía, una consecuencia de detentar una excelente memoria. Hace unos años, sin ser demasiado mayor, digamos en los últimos treinta, en una edad en la que todavía me podía considerar joven, me hallaba sumergido en una espiral de constante remembranza. Sin haber vivido tanto ni tan variado, sí que a cada cosa que me sucedía acompañaban torbellinos de recuerdos que surgían de los adentros, tanto felices como dolorosos, pero ya se sabe que nos afectan más los dolorosos. O, expresado de otro modo, actos tan comunes como caminar por la calle, conversar, ver aunque fuera una película, se convertían en una pesadilla a base de continuas resurgencias de sensaciones y memorias que a menudo no tenían que ver, pero que rememoraban hechos funestos o vergonzosos, procedentes de la adultez, de la adolescencia, o de la niñez. Llegaba a sentirme cansado, abotargado de tal acechanza. Alcancé una situación de hastío existencial, incluso de tratar de desconectarme de la realidad para evitar todo aquel maremagno, la sensación de haber arribado a una vejez prematura, de estar agotado de vivir.

Lo puedo explicar como una situación de sobrecarga. Mi cerebro, la porción de la mente que se muestra subyacente, se había quedado saturado de imágenes o emociones que fluían por su interior hasta tal punto que si bien el recordar y retrotraer hechos pasados puede ser contemplado como un mecanismo de defensa, de conservación, porque nos nutrimos de la experiencia para responder de manera adecuada en el presente, en mi caso se convirtió en un lastre.

No creo que sea una situación exclusivamente personal que me ataña solo a mí. Creo que esta sobresaturación en mayor o menor medida les pasa a muchos, en una edad en torno a los cuarenta o cincuenta. Las pruebas las hallo en el divergente comportamiento social al llegar a estas edades. El hedonismo, la proliferación de los divorcios, también el auge de las disciplinas alternativas, de la llamada espiritualidad. Creo que todas estas estrategias vitales, como buscar el placer egoísta, el no implicarse, el huir de la empatía, de los compromisos, o al contrario, el buscar el refugio en la empatía, en la ayuda al prójimo, o como tercera vía la búsqueda del autoconocimiento, de la espiritualidad, son hasta cierto punto la respuesta a esa sobrecarga, a esa sobresaturación de recuerdos.

Puede ser. No es una tontería concebir que se trata de una enfermedad social. Una enfermedad moderna porque no tendrá más de cincuenta o setenta años, depende del lugar del planeta. Esta es una noción de la que he hecho uso, y voy a hacer uso, en más de una ocasión. La esperanza de vida hace tan solo un siglo no sobrepasaba los cuarenta años. Más de dos tercios de la población no alcanzaba aunque fueran las cuatro décadas. De tal modo que como hipótesis no sea descabellado elucubrar que el auge del turismo, del hedonismo, de la cultura de masas, así como de las corrientes espirituales new age, sea producto de una situación mental que es plausible que tenga lugar en la persona tarde o temprano. El hastío por un pasado que no deja de retrotraerse en forma de imágenes nos lleva a buscar soluciones en forma o bien de nuevas experiencias que atenúen la afección del pasado, o bien del socorrido autoconocimiento.

En mi caso, me he encaminado por una senda intermedia. Perdonarme a mí mismo, aceptar al otro en mi interior, aquello que me da miedo, tedio o malestar, tratar de controlar ese flujo de pensamientos que me aborda, mentalizarme que una cosa es recordar y otra sabotearme, aprender filosofía, estoicismo, epicureísmo, aprender a vaciarme mediante la meditación, por lo menos a reducir el maremagno de emociones, que no se mezclen, que no saturen y se desborden. A esto no lo llamo autoconocimiento, sino sencillamente “convivencia”. No creo que la palabra correcta sea autoconocimiento, porque puedo comprender mis tendencias, la manera más probable como acabe actuando, pero también que no voy a dejar de transformarme, que la mutación y el cambio son permanentes en mí, que aquello que comprendo de mí mismo por un lado, se transforma en otra cosa por el otro.

En otras palabras. He de admitir que ahí debajo hay un inconsciente, que fluye, se nutre de mi experiencia diaria, queda alterado, modificado, y que debo coexistir con ese inconsciente.

En el pasado el inconsciente era el territorio de los dioses y demonios. Literalmente. Si no me creen por ahí anda la teoría de la mente bicameral que indica que los antiguos pensaban que eso que fluía del pasado, de las remembranzas, de los recuerdos, así como de sus sueños, eran los mensajes que los dioses o los espíritus de los antepasados les hacían.

A partir de Freud fue distinto. Se pasó a comprender que el subconsciente lo generamos nosotros, es el fondo onírico donde se acumula todo lo que hemos vivido y experimentado. Y está ahí, y se almacena en ese lugar, aunque sea de forma reprimida.

Del inconsciente se pueden argüir muchas cosas. Primero que, según Freud, el inconsciente no se puede comprender a través del lenguaje, de la palabra hablada. Si se pudiera argumentar lo que hay dentro del inconsciente, si pudiéramos generar un discurso que enlazara las distintas imágenes, se podría comprender y ya no sería inconsciente sino consciente, porque formaría parte de aquello que asimilamos.

Ahora bien, el inconsciente no se puede asimilar mediante el lenguaje, pero sin embargo, según Jacques Lacan, se estructura como un lenguaje. Cada imagen, cada sensación, cada emoción que aparece, se desarrolla, se recombina y muta en ese fondo onírico ha de comprenderse como un significante que simbólicamente se relaciona con otros. Me explico, los lenguajes se bastan a sí mismos. En un diccionario cada palabra se define haciendo uso de otras palabras, sin necesidad de recurrir a una instancia externa al propio lenguaje. En cuanto al inconsciente funciona de un modo similar, cada partícula dentro de lo surreal se compone como un símbolo, un significante, que del mismo modo que el lenguaje no requiere de referentes externos, sino que se explica por medio de otros símbolos, de otros significantes. Podemos tratar de interpretar a qué se refiere cada símbolo, compararlo con las instancias de nuestra vida real. En eso se basa el psicoanálisis. Pero también, como nos indica Lacan, hemos de tener en cuenta que como el inconsciente se refiere a sí mismo, solo serán interpretaciones, sin llegar a comprender del todo cómo funciona y a qué se refiere.

Entonces, ¿cabría comprender lo inconsciente como una isla dentro de nuestra mente? Si presenta una realidad alternativa, suficiente en sí misma, que se estructura según su propia lógica de simbolismo y significación, eso es lo que parece.

Ahora cabría reflexionar sobre una frase de Jung: “Hasta que lo inconsciente se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú lo llamarás destino”. La frase de Jung introduce una nueva incógnita, una nueva condición. La labor del psicoanálisis sería indagar en el subconsciente con el fin de poder estructurar lo que existe ahí dentro de tal modo que se pueda comprender mediante un discurso. Esto conecta con muchas corrientes dentro de la espiritualidad. El inconsciente no es solo el torbellino que se nutre con nuestras experiencias sino que está conectado con el universo, de tal modo que si controlamos el inconsciente, lo hacemos consciente, podemos manejar conscientemente las componentes de nuestra realidad. En otras palabras, se desemboca en la moderna concepción de magia y prácticamente de hechicería.

Frente a esto, hay que decir que ni freudianos ni lacanianos tienen en muy buena estima a Carl Jung. Lo inconsciente no admite estructura, o esta estructura presenta una lógica propia contrapuesta a cómo funciona el mundo real. Punto y pelota. La cuestión sería ahora desde qué vertiente trabajamos. Junguianos o lacanianos.

Habrá que seguir elucubrando, de momento decir que solo son especulaciones.

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