Decepción


 Mi miedo es personal, proviene de una intuición personal, no es como los niños que se adentran en el bosque y se contaminan el temor unos a otros, sino que he leído, he aprendido, he meditado, y albergo miedo porque eso que observo a mi alrededor pone en peligro lo que creo razonable. Como la separación de poderes, como la libertad de pensamiento. Por supuesto que la razón se puede equivocar, porque se trata de una línea de argumentación en un mundo complejo. Pero al menos me baso en mi razón, y trato de contrastar lo que me llega, y no dejarme engatusar por cualquier meme que me aborda.

Es cierto que, como todas las personas, tengo preferencias, y hay cosas a las que soy más permeable. Los seres humanos en verdad tenemos muchas puertas abiertas, muchas formas de entrada, muchas maneras cómo la información nos llega y la aceptamos acríticamente, sin juzgar si nos conviene o es cierta, o es un bulo, o hay alguien que nos la trata de colar porque son sus intereses. Con los años he acogido un estado de escepticismo hacia todo lo que me diga cualquier persona carismática, por el simple hecho de ser carismática, amable, amigable, condescendiente, porque su voz suena meliflua, porque su discurso entra como bálsamo o vaselina sin que te des cuenta, y al final descubres que muchas de esas personas carismáticas, simplemente por supervivencia, han aprendido a camelar y a embaucar, y tratan de engañarte no por maldad, sino porque pueden. 

Con los años además he aprendido que los discursos bonitos, que las promesas felices, pueden ser tanto o más peligrosas, y hacer tanto o más daño, como la propia violencia. Me he vuelto pragmático. Mientras la economía funcione y mi sustento no dependa de la arbitrariedad del Estado o de un monopolio empresarial, o de la opinión o prejuicio subjetivo de otra persona, me vale, porque podré desarrollar mi vida y mis intereses sin tener que estar supeditado a hacerle la pelota a no sé quién, reafirmarme en una identidad ficticia, o tener que ser como se quiera que yo sea.

Por ello, la decepción, la desazón, cuando compruebo cuántas personas se mueven por miedo, ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio, que absorben sin enjuiciar, o más bien acogen juicios de otros sin haberlos hecho ellos mismos. Parece una condición humana, nos decimos racionales pero al final nos movemos por pasiones o por la presión de grupo o de aquellos seres que nos resultan atractivos, afines, amigables, aledaños, familiares. Hace poco me dijo alguien, y no quise creerle, que si un sujeto está convencido de algo y se encuentra en un error, tratar de reconvenirle sobre ese error primero no sirve de nada, y segundo lo que va a producirse al final es te coja inquina o resentimiento. No es que no quisiera creerle, porque eso mismo lo he comprobado en carnes en multitud de ocasiones, solo que no era el momento adecuado para admitírselo, por lo que me disculpo públicamente aunque no es probable que escuche o lea esto. 

En todo caso, una conclusión análoga e igual de triste, y terrible, es que sirve de muy poco aconsejar a alguien que no te ha pedido ayuda. 

A veces reflexiono si se trata de la educación. Un tema muy importante, que me viene más bien cercano, pero del que nunca he hablado. Enjuiciemos la siguiente afirmación: “En los institutos y universidades no se enseña a razonar”. Más bien a memorizar, a repetir ejercicios, pero no a razonar. 

Esta última afirmación, tan repetida hasta la saciedad, a mi parecer carece de fundamento. Es muy complicado enseñar a razonar, o más bien si fuerzas a razonar es posible que el estudiante no comprenda, no entienda, y al final lo que absorba es tu razonamiento. Lo que se dice el currículum oculto, el alumno razona tal como lo hace su profesor, o lo que le han dicho en casa sus padres o sus abuelos. 

Hay que contar con muchos conocimientos previos para saber razonar. Esa es la hipótesis que expongo y me propongo defender. Hay que saber de todo, aunque sea con un centímetro de profundidad, para ser capaz mínimamente de contrastar la información que te llega. Suena razonable, valga la redundancia. 

La cuestión es que esto en la era de Internet resulta muy complicado. Parece contradictorio pero así es. Contamos con acceso a la información de todo tipo y de cualquier naturaleza. No obstante, lo que hace falta es preparación para comprenderla y para enjuiciarla. Dudo de la inteligencia de alguien que me dice que no hay que enseñar Historia porque todo eso está en la Wikipedia. La cuestión es saber dónde buscar y si lo que pone es cierto o no.

Internet ante esto lo pone muy difícil. Es cierto, todo el conocimiento está ahí. Pero también está la cuestión de la velocidad. Datos y más datos, vídeos y más vídeos, conceptos y más conceptos, que fluyen ininterrumpidamente. Internet se constituye como muchos soles. Cada información atractiva, cada cosa que nos propone un influencer, se constituye como un gran foco que nos alumbra, una interpretación que nos asalta. Repito que hace falta mucha sabiduría previa para poder mostrarse crítico, pero además otra segunda circunstancia que también es necesaria, y se añade a la hipótesis, es que hace falta tiempo para recapacitar. No solo saber de todo, sino que hay que añadir la posibilidad de un espacio para sí mismo para reflexionar. Y la continua efervescencia de Internet es algo que lo impide. 

Es curioso lo que aprendí hace poco leyendo sobre la constitución del cerebro. Entre nuestras neuronas tenemos que distinguir entre sustancia blanca y sustancia gris. Ambas están compuestas por neuronas con sus axones y sus dendritas interconectándose. Pero la diferencia entre la sustancia blanca y gris es la presencia de mielina, una especie de líquido que envuelve la neurona. La mielina se encuentra presente en la sustancia blanca, pero no en la gris. La mielina permite acelerar la transmisión de información entre neuronas, por lo que, en consecuencia, el flujo de datos en la sustancia blanca es mas rápida que en la sustancia gris. Pues bien, de manera sorprendente, los procesos que tienen lugar en la sustancia blanca son los automáticos, los relevantes a la regulación de las funciones corporales, los que tienen que actuar de manera inmediata para nuestra supervivencia, los instintivos en definitivas cuentas, mientras que la sustancia gris se halla reservada, ¿adivinan a qué?, al pensamiento y al razonamiento. 

Realizar una inferencia entre lentitud y razonamiento resulta arriesgado. Seguramente no sea una cuestión tan clara, tan de causa-efecto. Pero, si me permiten proseguir con esta intuición, el razonamiento se basaría en que de repente una idea se vuelve importante, un determinado dato, un concepto en concreto, se vuelve más relevante que otros y por unos segundos o minutos el flujo de información se mueve en torno a él, combinándose con otras ideas, generando otros conceptos, de tal modo que es posible enjuiciar y criticar. También, siguiendo esta especulación, daría pie a la cuestión de si realmente es posible el razonamiento artificial. Me explico. Un ordenador cuyo flujo de datos tiene lugar a la velocidad de la luz a base de impulsos eléctricos y no meramente de neurotransmisores químicos bastante más lentos, si realmente podría llegar a razonar puesto que, sí, es capaz de operar con mucha más información, pero la cuestión sería concentrarse en una serie de datos en concreto y no en todos a la vez. Aunque esto es una divagación de ciencia-ficción y me estoy saliendo por la tangente.

En cualquier caso, razonar sería como elegir. Si la vida es, como dicen, una sucesión de elecciones, lo plausible, lo conveniente, sería que pudiéramos comprometernos con cada decisión que nos es posible tomar, aceptar las consecuencias de nuestros actos, así como lo que haya de acaecer. En otras palabras, tomarnos el suficiente tiempo como para comprobar que nuestra elección es la acertada, movernos en torno a ella y tener la posibilidad de constatar, de obrar coherente con el rumbo que surge y barbotea en consonancia. 

Sin embargo, lo que se nos enseña en la sociedad contemporánea es otra cosa bien distinta. Siguiendo el razonamiento de Zygmunt Baumann, en la sociedad líquida lo que se nos inculca es que podemos experimentar. Más bien que hemos de experimentar. No decidir y obra en consonancia, sino que ante nosotros se expone un maremagno de posibles opciones y salidas, que lo importante no es construir nuestra andadura, sino consumir la mayor cantidad de destinos dentro de la oferta ante nuestros ojos. Probar esto, tantear aquello. 

Contradictoriamente, la libertad de elección conduce a la apatía. Nos vislumbramos capaces de decantarnos por un sendero como por cualquier otro, y al final no nos decidimos ni nos comprometemos por ninguno. O más bien es la sensación de que tomemos la vía que tomemos, de que sea cual sea el viento que nos guíe para salir de la encrucijada, el final será el mismo. Como si la decisión que realmente nos interesaría haber tomado, y que verdaderamente habría estado en condiciones de alterar las vicisitudes de nuestra existencia, hubiera sido ya designada previamente por otra instancia superior a nosotros.

La libertad de elección no solo conduce a la apatía sino además a la paranoia.

Pues esto es lo que sucede con Internet. Tanta información suministrada de manera continua y sin descanso, sin pararse a reflexionar o a meditar. Y la sensación última de estar sometido a poderes fácticos que deciden lo que puedes ver y lo que no. Al final se obtiene la intuición, ciertamente contradictoria y paradigmática, de que a pesar de contar ahí con el acceso al mundo al completo, para ser libre hay que distanciarse de Internet. 

El sujeto se vuelve receptivo ante el flujo de datos, pero a la vez apático a la hora de filtrarlo y de segregar lo verdadero de lo falso, lo relevante de lo fatuo. Al final no se razona. Se cree que se razona, pero la opinión del sujeto se remite fuertemente influenciada por las opiniones vertidas sobre él por los influencers que considera más atractivos y amigables, incluso aunque sean defensoras de las especulaciones más forzadas. Por ejemplo, ¿de qué manera hoy en día el terraplanismo puede seguir en boga? La única explicación radica en que el discurso del terraplanismo se ve acompañado de otros que penetran directamente en la psique del espectador. Por ejemplo, “La verdad no es como te la cuentan”. La gran paranoia contemporánea, la importante contribución al inconsciente colectivo conocida como la teoría de la conspiración. La verdad no es como te la cuentan. 

Y sin embargo, se cae en el absurdo de escuchar a alguien que te dice: “La verdad sí es que como yo te la cuento”. ¿Por qué? Porque no se razona, porque al final nos integramos en el grupo que nos da apoyo, en el que nos encontramos a gusto o como parte de un todo. Repito que para razonar lo primero es tener los conocimientos suficientes para ser capaz de contrastar la información. Segundo, de tener tiempo para reflexionar. 

Pero falta algo, una tercera componente. Porque en caso contrario no se explica cómo personas leídas e instruidas, incluidas universitarias, se dejan sucumbir ante el terraplanismo. O, peor aún, puesto que el terraplanismo es absurdo pero no hace daño. ¿Cómo personas instruidas todavía se dejan mover por teorías y utopías políticas de buen fondo pero irrealizables que al final lo que han generado es sufrimiento, terror y angustia? ¿Cómo personas instruidas a día de hoy siguen opinando que el moralismo de corte puritano ha de ser la base para conformar la sociedad?

Hace falta una tercera entrada, una tercera componente. Podría ser la voluntad para contrastar la información. No ya la capacidad o el tiempo, sino el querer. Sin embargo, no es que la persona con conocimientos, y también sin ellos, no contraste la información que le llega. Solo que se niega a hacerlo con aquello de lo que está convencida. Entonces, uno puede instruir a otras personas, proporcionarle los conocimientos necesarios para poder contrastar, enseñarle a hacerlo, mostrarle la necesidad de dedicar tiempo a la reflexión y a la duda. ¿Qué falta? Diría que la creatividad para combinar información de diferentes tipos, la curiosidad para indagar en otros terrenos ajenos a los tuyos, o la empatía para comprender situaciones extemporáneas a tu realidad. Pero en este caso ya me surgiría la cuestión de si todas las personas son capaces de ello. Ya sea por naturaleza o por la situación individual y particular sobrevenida resultan ser demasiados requisitos. Conocimientos, tiempo, voluntad, creatividad, curiosidad, empatía… Al final surge una mezcolanza casi imposible que muy pocos cumplirán y ante la cual el sistema educativo hará lo que pueda. Tantas entradas, tantos requisitos. Por lo menos que el sistema educativo dote de conocimientos y voluntad para contrastar información. Que se concentre al menos en eso si no quiere perderse.

Finalmente mis temores acogen fundamento. Mi miedo es personal, y la frustración por no encontrar personas que lo compartan o al menos lo comprendan, hercúlea y penetrante.

Pero claro que todo esto no son más que especulaciones. 

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