Entre el cristal y el humo

¿Qué es el individuo? La pregunta parece tener fácil respuesta. Algo individual, algo que no es colectivo, un ente separado e independiente de otros seres similares. Sin embargo, el individuo a su vez está conformado de muchas partes, brazo, piernas, órganos, células, de muchos elementos constituyentes, hasta el punto de dilucidar que en sí mismo es un colectivo.

Podríamos decir entonces que un individuo es un conjunto de elementos compenetrados entre sí que se articulan para ostentar un comportamiento unificado y autosuficiente. Ahora cabría responder que toda autosuficiencia es subjetiva. El niño depende de la madre, el sujeto satisface sus necesidades dentro de la comunidad, la comunidad se integra en una ciudad, etc. Esto es, podemos ser autónomos hasta cierto punto, hasta donde nos permitan las interdependencias.

Quitamos autosuficiencia de la ecuación. El individuo es un sistema de solidaridad entre sus partes destinado a establecer de manera conjunta como un todo relaciones con el entorno. Ahora bien, pensemos en unos gemelos siameses, que comparten órganos, por cuyas venas fluye la misma sangre, incluso presentan extremidades en común. ¿Son dos individuos o uno solo?

Ricemos el rizo. El individuo es aquello que alberga una conciencia, que analiza el entorno a través de lo que percibe por los sentidos desde su punto de vista. Pero ahora cabría ahondar en la complejidad interna, en el subconsciente, en las ramificaciones de la personalidad. ¿Realmente es un individuo aquello que piensa distinto en función del momento, de la situación, del entorno, como si estuviera poseído por personas diferentes que se alternan de manera sucesiva?

Lo único que me atrevo a concordar del individuo es que es un concepto metafísico.

En su momento definí los entes metafísicos como palabras. Términos que se refieren a conceptos que inicialmente podemos entrever a través de la experiencia, pero que a la vez se escapan de ella, que evocan mundos a los que se accede a través del pensamiento, y del lenguaje, pero no tanto desde el panorama físico. E incluso introduje una referencia a la tercera parte de Matrix cuando uno de los personajes habla de amor y de karma. Son palabras, lo importante son las conexiones que se despiertan al escuchar esa palabra. Como, por ejemplo, que al cavilar de amor se retrotrae la imagen de la persona amada.

Ahora voy a distanciarme de esa idea. O más bien a complementarla. Lo importante de un concepto metafísico no son tanto las conexiones como aquello a lo que trata de referirse. La clave se halla en ese “trata”, “intenta”, y he aquí la primera característica de un objeto metafísico: son términos que no presentan una definición clara. Sabemos hasta cierto punto a qué se refieren, como individuo, pueblo, ser, Espíritu, Absoluto... Oímos mencionar individuo y se nos viene una imagen clara. Al igual que al escuchar “amor” buscamos en nuestro recuerdo a un ser idolatrado. Sin embargo, al intentar arrojar una definición precisa, no resulta tan fácil. Surgen infinidad de matices, de detalles que hacen necesario especificar, ahondar, profundizar.

Y es que nos estamos refiriendo a conceptos complejos, con multitud de ramificaciones, de enraizamientos, de irrigaciones. En el amor, ¿qué investigamos? ¿La química del enamoramiento? ¿Las hormonas? ¿El amor platónico, filial, de pareja? ¿A lo que evoca el nombre de esa persona cada vez que escuchamos pronunciarlo? ¿O a todo a la vez de manera conjunta para concebirlo e interpretarlo como una sola pieza?

Pues eso es lo que voy a definir como complejo metafísico. Es algo que sentimos, que observamos, que constatamos, que llegamos a entrever en parte. Y recibe un nombre. Pero resulta que ese nombre evoca demasiadas cosas. Si un término no es capaz de nombrar una cosa, y solo una cosa, entonces es disparatado, no nos sirve, confunde, deberíamos desecharlo. Hablar de amor a secas no tiene sentido.

Sin embargo, ahora cabe contraponer la posibilidad de que denominarlo de una sola vez como una sola cosa albergue una utilidad. La palabra evoca a un conjunto inescrutable, difícil de comprender, con infinidad de conexiones internas, complejo en definitivas cuentas, pero que tratado como un todo puede resultar útil.

Por hacer un símil descarado. Es como los números complejos en matemáticas, formados por una parte real, y otra irreal. La irreal se introduce por motivo de una operación en principio imposible, como la raíz cuadrada de un número negativo y, no obstante, esta idealización se comprueba necesaria para calcular instalaciones francamente palpables como lo son las de corriente alterna.

La metáfora está algo cogida por los pelos. Los números irreales son algo preciso, los complejos metafísicos son términos bastante imprecisos que se emplean para denominar a un conjunto demasiado grande e indefinido de circunstancias. Pero, si traigo a colación los números irreales es para señalar que algo en principio lejano a lo natural, o a lo racional, como un término sin una definición precisa, nos puede resultar útil como hipótesis de trabajo, o como medio para conseguir un fin.

El biólogo Henri Atlan empleó la siguiente comparación para hablar de lo complejo: entre el cristal y el humo. La complejidad es algo que podemos comenzar a desentrañar, a analizar e investigar sus partes, pero no del todo. Siempre habrá un elemento indefinido, una circunstancia, que se nos escapa. El cristal simboliza la parte que llegamos a entender. Se toca, se palpa, se mide, se estudia. El humo se refiere al elemento caótico fuera de control.

Como el amor. Inventamos la palabra porque algo entrevemos, porque está en el aire, para denominar una emoción que sentimos. Pero en cuanto seguimos escudriñando, descubrimos que hay demasiado ahí metido, conexiones a otras emociones, a otras maneras de entender el amor, y siempre quedará algo que no seamos capaces de comprender, o que cambia conforme tratamos de indagar más y más.

A esta entidad compleja podemos acercarnos de dos maneras:

La primera es analizando parte a parte. Cada emoción, cada sentimiento, por qué surge. Sería una aproximación científica, propia de un investigador. Cada elemento que descubramos por separado recibirá una nueva denominación, un término que define unilateralmente un elemento, noción o concepto. Ya no se le llamaría amor al todo. Observando el cristal y las interrelaciones dentro del mismo perderíamos la visión del conjunto analizando cada componente.

La segunda es siendo metafísicos. No nos importa el sistema y su funcionamiento, las distintas partes. Nos referimos al conjunto. Utilizamos la palabra como el todo sin discretizar entre sus componentes, esperando hallar relaciones de correspondencia con otros complejos metafísicos en un discurrir lógico.

Recordemos. Metafísica no es dogma, es tratar de explicar racionalmente aquello que no se percibe del todo a través de la experiencia. Un complejo metafísico es un término que define algo que comenzamos a entrever, pero al internarnos lo palpamos tan enrevesado que no se puede establecer una definición precisa. La Metafísica lo que efectúa es que, en vez de analizarlo a fondo, empleamos el término grandilocuente y global para desarrollar un campo conceptual a su alrededor. Algo que no es físico, que no es perceptible por los sentidos, más allá de la física.

Habrá quien diga que esto no es científico. Pensar a través de grandes conceptos sin atender a sus componentes es reduccionista y lleva a falsedad. Puede ser. Pero genera un tipo de conocimiento distinto que, quién sabe, en algún momento podría ser aplicado. A algo que estamos investigando, para solucionar un dilema, o simplemente para mantener una conversación.

En todo caso, recordar que no son más que especulaciones.






 

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